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Una guerra nuclear podría ser el fin, pero ¿cómo decide quien lanza la bomba?


La guerra nuclear regresó al ámbito de las conversaciones cotidianas y pesa en la mente del público más que en toda una generación.

No solo hablamos del gran éxito de taquilla de Oppenheimer: desde la invasión de Ucrania por parte de Rusia, las autoridades del país han proferido amenazas nucleares. Además, Rusia suspendió su participación en un tratado de control de armas nucleares con Estados Unidos. Corea del Norte ha hecho pruebas de misiles. Estados Unidos, que está modernizando sus armas nucleares, derribó un globo de vigilancia de China, que está aumentando su arsenal atómico.

“Me parece que, en la actualidad, la amenaza del uso de armas nucleares es tan alta como nunca a lo largo de la era nuclear”, afirmó Joan Rohlfing, presidenta y directora de operaciones de la Nuclear Threat Initiative, una influyente organización sin fines de lucro en Washington D. C.

En este entorno, una crisis convencional corre un riesgo significativo de convertirse en nuclear. Basta con que un líder mundial decida lanzar un ataque nuclear. Y necesitamos comprender mejor ese proceso de toma de decisiones.

Históricamente, los estudios sobre la toma de decisiones nucleares han surgido de la teoría económica en la que los analistas, de manera irracional, han asumido que un “actor racional” es quien toma las decisiones.

“Todos sabemos que los seres humanos nos equivocamos”, explicó Rohlfing. “No siempre tenemos el mejor criterio. Nos comportamos de manera distinta en momentos de estrés. Y hay muchos ejemplos de fallos humanos a lo largo de la historia. ¿Por qué pensamos que va a ser diferente con la energía nuclear?”.

Pero el creciente conocimiento científico del cerebro humano no se ha traducido necesariamente en ajustes a los protocolos de lanzamiento nuclear.

Ahora, hay una iniciativa para cambiar esta situación. Por ejemplo, la organización que dirige Rohlfing está trabajando en un proyecto para aplicar los conocimientos de la ciencia cognitiva y la neurociencia a la estrategia y los protocolos nucleares, con el fin de que los líderes no caigan en el apocalipsis atómico.

Pero encontrar ideas realmente innovadoras y respaldadas por la ciencia para evitar un ataque nuclear accidental o innecesario es algo difícil. También lo es presentar el trabajo con los matices necesarios.

Los expertos también tienen que convencer a los dirigentes políticos para que apliquen las ideas basadas en la investigación a la práctica nuclear del mundo real.

“Los límites de ese discurso están extraordinariamente bien protegidos”, aseveró Anne Harrington, especialista en energía nuclear de la Universidad de Cardiff, en Gales, refiriéndose a las presiones internas a las que, según ella, se han enfrentado los funcionarios cuando han cuestionado el statu quo nuclear. “Así que a cualquiera que piense que va a hacer cambios solo desde fuera… le diría que no creo que eso ocurra”.

Las potencias nucleares del mundo tienen distintos protocolos para tomar la seria decisión de usar armas nucleares. En Estados Unidos, a falta de un cambio poco probable en el equilibrio del poder entre las ramas del gobierno, la decisión está en manos de una sola persona.

“Solo el presidente puede ordenar el uso de las armas más devastadoras del arsenal militar estadounidense”, explicó Reja Younis del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales en Washington D. C., quien también es doctoranda en Relaciones Internacionales de la Escuela Johns Hopkins de Estudios Internacionales Avanzados.

Según Younis, en una crisis nuclear, el presidente probablemente se reuniría con el secretario de Defensa, los altos mandos militares y otros asesores. Juntos, evaluarían los datos de inteligencia y discutirían la estrategia y los asesores presentarían al mandatario las posibles acciones.

“Que podrían ir desde ‘no hagamos nada y veamos qué pasa’ hasta ‘lancemos un ataque nuclear a gran escala’”, expresó Alex Wellerstein, profesor del Stevens Institute of Technology de Nueva Jersey y director de un proyecto de investigación llamado “El presidente y la bomba”.

Aunque, al final, solo el mandatario toma la decisión y puede prescindir de la orientación de sus asesores. Un presidente podría simplemente apretar el botón simbólico.

“Estas son las armas del presidente”, aseguró Rohlfing.

Antes de su victoria electoral en 2016, expertos y opositores políticos comenzaron a manifestar su preocupación sobre otorgarle a Donald Trump el poder de ordenar un ataque nuclear. Ese debate continuó en el Congreso a lo largo de su mandato presidencial. Para cuando dejó el cargo, la entonces presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, había pedido de manera directa al jefe del Estado Mayor Conjunto que limitara la capacidad de Trump para lanzar armas nucleares.

Fue en este entorno en el que Deborah Rosenblum, vicepresidenta ejecutiva de la Nuclear Threat Initiative, invitó a Moran Cerf, neurocientífico y actual profesor de la Columbia Business School, a dar una conferencia en la organización en 2018. La tituló “Tu cerebro ante el riesgo catastrófico” (en la actualidad, Rosenblum trabaja en el gobierno de Joe Biden como subsecretaria de Defensa para programas de defensa nuclear, química y biológica, una oficina que informa al presidente sobre asuntos nucleares).

Cerf, vestido con una camiseta negra y jeans, habló ante una sala repleta de expertos e investigadores acerca de lo que la ciencia del cerebro tenía que decir sobre temas existencialmente problemáticos como la guerra nuclear. La visita precedió una colaboración entre Cerf y una organización sin fines de lucro llamada PopTech, cuya conferencia es moderada por Cerf.

Los grupos, con una subvención de la Carnegie Corporation de Nueva York, trabajan para proporcionar al gobierno sugerencias basadas en la ciencia con el fin de mejorar los protocolos de lanzamiento nuclear. Cambiar esas políticas no es imposible, pero requeriría un escenario político específico.

“Se necesitaría algún tipo de consenso que no solo procediera de grupos externos, sino también de responsables políticos y militares”, afirmó Harrington, quien agregó: “A decir verdad, probablemente también se necesite al presidente adecuado”.

El proyecto incluye una vertiente más pública: Cerf ha entrevistado a influyentes expertos en seguridad como Leon Panetta, ex secretario de Defensa y director de la CIA, y Michael Rogers, exdirector de la Agencia de Seguridad Nacional. Extractos de estas entrevistas se incluirán en una serie documental titulada Mutually Assured Destruction.

Con este proyecto, Cerf y sus colegas pueden disponer de un conducto para compartir sus descubrimientos y propuestas con destacados funcionarios gubernamentales del pasado y del presente. Y es optimista sobre la diferencia que podrían lograr esos hallazgos.

“Siempre pienso que las cosas irán mejor”, afirma. “Siempre pienso que, con una bonita sonrisa, puedes conseguir que la oposición más dura te escuche”.

Cerf tiene la cadencia rápida de un orador de TED Talk. Nació en Francia y creció en Israel, estudió Física en la universidad, hizo una maestría en Filosofía, y luego comenzó a trabajar en un laboratorio que estudiaba la conciencia en Caltech, donde hizo un doctorado en Neurociencia.

También hizo el servicio militar obligatorio en Israel, trabajó como hacker ético, fue consultor de cine y televisión y ganó el concurso de relatos Moth GrandSlam.

Cerf comentó que su principal crítica al sistema para iniciar una guerra nuclear es que, a pesar de los avances en nuestra comprensión del cerebro voluble, el statu quo presupone actores en gran medida racionales. En realidad, el destino de millones de personas depende de la psicología individual.

Una de las sugerencias de Cerf es escanear los cerebros de los presidentes y comprender las particularidades neuronales de la toma de decisiones presidenciales. Tal vez un comandante en jefe funcione mejor por la mañana, otro por la tarde; quizá uno funcione mejor cuando tenga hambre y otro cuando no la tenga.

Otras ideas para mejorar los protocolos de las que Cerf ha hablado se remontan a investigaciones existentes sobre la toma de decisiones o temas nucleares.

Cerf afirma que un factor importante es el orden al hablar durante la gran reunión. Si, por ejemplo, el presidente empieza con una opinión, es menos probable que otros —necesariamente más bajos en la cadena de mando— la contradigan.

La idea de que el orden jerárquico de las intervenciones influye en el resultado de un debate no es nueva. “Es un experimento clásico realizado en la década de 1950”, afirma David Weiss, profesor emérito de la Universidad Estatal de California en Los Ángeles, refiriéndose a los estudios realizados por el psicólogo Solomon Asch.

Cerf también ha propuesto disminuir la presión temporal de una decisión nuclear. La percepción de una estricta cuenta regresiva para responder a un ataque nuclear se originó antes de que Estados Unidos desarrollara un arsenal nuclear más robusto que pudiera sobrevivir a un primer ataque.

“Sabemos que las limitaciones de tiempo son malas para la mayoría de las decisiones y para la mayoría de las personas”, dijo Cerf, una idea que se remonta al menos a la década de 1980. Lo ideal, dice, sería que si Estados Unidos recibiera información sobre un lanzamiento, entonces el presidente debería poder evaluarla y así tomar una decisión que no esté signada por la inmediatez.

Sin embargo, la principal recomendación del grupo refleja las propuestas de otros activistas: exigir que otra persona (o personas) tengan que aprobar un ataque nuclear. Wellerstein, quien no colaboró con la investigación del grupo, afirma que una persona así necesita la facultad explícita para decir que no.

“Creemos que el sistema que tenemos, que depende de un único responsable, que puede o no estar capacitado para tomar esta decisión, es un sistema frágil y muy arriesgado”, aseveró Rohlfing.

Aunque Cerf y sus colegas tienen otros trabajos en preparación, la investigación del proyecto que ha elaborado no aborda las armas nucleares específicamente. En uno de los artículos, los participantes tomaron decisiones más arriesgadas cuando fingieron ser comerciantes que buscaban gangas en frutas no identificadas de valor desconocido.

Cerf afirma que la investigación es relevante para escenarios de alto riesgo y baja probabilidad —como el inicio de una guerra nuclear— que suelen tener numerosas fuentes de incertidumbre. Un responsable de la toma de decisiones nucleares puede no estar seguro de si un misil está realmente en el aire, de la potencia de una bomba nuclear, de por qué se lanzó el misil o si luego se lanzarán más misiles.

Otro de los estudios de Cerf se relaciona con el cambio climático. Descubrió que cuando se pedía a la gente que apostara dinero sobre los resultados climáticos, apostaban a que el calentamiento global estaba ocurriendo y se mostraban más preocupados por su impacto, más partidarios de la acción y más informados sobre las cuestiones importantes, aunque empezaran siendo escépticos. “En esencia, cambias tu propio cerebro sin que nadie te diga nada”, afirma Cerf.

Cree que esos resultados podrían aplicarse a escenarios nucleares porque las apuestas podrían hacer que la gente se preocupara por el riesgo nuclear y apoyara cambios en las políticas. Los resultados también podrían utilizarse para evaluar el pensamiento y la predicción de quienes asesoran al presidente.

Algunos académicos de la ciencia de la toma de decisiones no concuerdan con esas extrapolaciones.

“Ir de eso a dar consejos sobre el destino del mundo, no lo creo”, comentó Baruch Fischhoff, psicólogo que estudia la toma de decisiones en la Universidad Carnegie Mellon.

Paul Slovic, catedrático de Psicología de la Universidad de Oregón y presidente de la organización sin fines de lucro Decision Research, afirmó que ninguna investigación psicológica puede quedarse en el experimento.

“Hay que ir y venir entre los estudios de laboratorio, que son muy restringidos y limitados, y ver hacia afuera”, dijo.

Los expertos dicen que también es importante evitar vender una historia demasiado buena sobre la ciencia del comportamiento a los responsables políticos y a los funcionarios electos por el voto popular.

“Es muy fácil venderles cosas si se tiene la fanfarronería necesaria”, dijo Fischhoff.

A cualquier cerebro, incluso al de un comandante en jefe, se le dificulta la empatía necesaria, a gran escala, para entender lo que significa lanzar un arma nuclear. “En realidad, no podemos percibir lo que significa matar a 30 millones de personas”, señaló Cerf.

Existe un antiguo término psicológico para designar esta situación: adormecimiento psíquico, acuñado por Robert Jay Lifton. El hecho de que los humanos seamos lo bastante inteligentes como para inventar armas destructivas “no significa que seamos lo bastante inteligentes como para manejarlas una vez creadas”, afirma Slovic, cuyas investigaciones han ampliado el concepto de adormecimiento psíquico.

A este efecto se añade la dificultad de prestar la debida atención a toda la información importante. Y eso se suma a la tendencia a tomar una decisión basándose en una o unas cuantas variables destacadas. “Si nos enfrentamos a decisiones que plantean un conflicto entre la seguridad y salvar vidas extranjeras lejanas a las que estamos insensibilizados porque solo son números, optamos por la seguridad”, afirma Slovic.

Slovic también ha investigado los factores que tienden a hacer que las personas —incluidos los presidentes— sean más proclives a favorecer un lanzamiento nuclear. En un experimento, por ejemplo, descubrió que cuanto más punitivas eran las políticas nacionales que apoyaba una persona, como la pena de muerte, más probable era que aprobara el uso de la bomba.

Otros investigadores, como Janice Stein, politóloga de la Universidad de Toronto, han estudiado situaciones en las que los oficiales militares se muestran reacios a transmitir información a la cadena de mando que pueda desencadenar un lanzamiento nuclear.

Eso ocurrió en 1983, cuando el centro de comando del coronel Stanislav Petrov, cerca de Moscú, recibió datos que daban a entender que Estados Unidos había lanzado misiles balísticos intercontinentales. El coronel Petrov pensó que podía tratarse de una falsa alarma y decidió no enviar el aviso a sus superiores. Tenía razón. Como el coronel temía más una guerra nuclear bajo falsos pretextos que no responder al ataque, no se inició la tercera guerra mundial.

Wellerstein recuerda que, en el pasado, los planes de lanzamiento nuclear se han adaptado a los cambios de circunstancias, filosofías y tecnologías. Y los presidentes han cambiado los protocolos por los temores que surgieron en sus momentos históricos: que los militares lanzaran una bomba nuclear por su cuenta, que el país sufriera un Pearl Harbor nuclear o que se produjera un accidente.

Quizá el temor actual sea que la psicología individual determine una elección que altere al mundo. Por eso es importante entender cómo funcionaría el cerebro en una crisis nuclear y cómo podría funcionar mejor.

Lo que viene después de la ciencia —los cambios en las políticas— es complicado, pero no imposible. Los protocolos nucleares pueden tener un sentido de permanencia, pero están escritos en procesadores de texto, no sobre piedra.

“El sistema que tenemos no nos cayó listo del cielo”, concluyó Wellerstein.




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